Dicen los médicos, o por lo menos así se lo explicaron varios de ellos a este analista, que los mayores riesgos en nuestra salud coronaria, comienzan a los 40 años. Nos sentimos jóvenes, nuestro organismo no sabe hasta ese momento de grandes cambios y por ello hacemos, de alguna manera, lo mismo de siempre: trabajamos a destajo, solemos relacionarnos con la bebida y la comida como si el mundo fuera a terminar mañana y muchas veces, peleamos por cosas que no tienen demasiado sentido de una forma, si se quiere, excesiva. En resumen, abusamos de nuestro organismo en nombre de no se sabe muy bien qué ni para qué.
Casi en las vísperas de las cuatro décadas ininterrumpidas de la democracia argentina, el riesgo coronario para su sobrevida es grande: como con nuestro cuerpo, tal vez hayamos hecho abuso de ello, y hoy nos encontramos con un escenario que hasta hace no mucho, nos resultaba inimaginable. Violencia discursiva (por ahora), amenazas de hacer explotar todo (porque si me va mal a mí también te tiene que ir mal a vos), revisión antojadiza del pasado reciente y no tan reciente, manipulación arbitraria de los datos de la realidad, propuestas delirantes y violatorias del más elemental derecho constitucional argentino e internacional, son parte de un combo que apareció en escena en este electoral 2023.
El candidato se animó a una falacia más y afirmó que estas elecciones son las más importantes de los últimos cien años. Posicionado sobre un ego envidiable, olvidó lo que representó la irrupción del peronismo (muy a su pesar aún vigente) como fenómeno político y social allá por mitad del siglo XX; o las elecciones del 73’ con la vuelta del líder proscripto por 18 años; o las de 1983 que, afortunadamente, vinieron a terminar con la peor de las pesadillas políticas que este, nuestro país, haya podido imaginar y padecer en algún momento.
La afirmación anterior terminó actuando como disparador para una pregunta que el cronista en una radio rosarina supo plantear correctamente: “¿Tuvo la presente democracia argentina, en su historia cuarentona, una elección presidencial donde se discutiera de manera tan marcada el modelo de sociedad a transformar?”. El analista quedó pensando, dudó unos segundos y trató de dar una respuesta lo más específica posible para los tiempos radiales. Su respuesta, ahora ampliada, termina siendo parte del fundamento de estas líneas. Con los límites que supone una cada vez más injustificada veda, repasemos cada proceso electoral (presidencial) atravesado.
La de 1983 fue, tal vez, la más simbólica de cada una de estas elecciones. Se intentaba salir de un proceso profundamente doloroso, y reaparecía en escena el clásico bipartidismo argentino. El peronismo se mostraba con una dirigencia de experiencia que al poco tiempo había quedado vetusta frente al “Somos la vida, somos la paz” que proponía el radicalismo que conducía Raúl Alfonsín. Parábolas de la historia, el ataúd que prendió fuego Herminio Iglesias en un Obelisco colmado con un millón de asistentes en la noche del 28 de octubre, terminó actuando como el instrumento de su sepultura política. La contraposición era clara, y al peronismo le llevó nada más y nada menos que cuatro años para recuperarse con una renovación que traía consigo los nombres, por ejemplo, de Antonio Cafiero y Carlos Menem, entre otros.
Posteriormente, los alzamientos e insurrecciones militares que se desarrollaron en los 80’, actuaron como una reivindicación de un modelo de vida social antes que como una defensa del gobierno radical. Es, tal vez, el primer triunfo de la institucionalidad argentina de este período.
En 1989, la discusión de fondo era otra. Refería a una economía devastada, con un proceso hiperinflacionario a cuestas y donde los contrincantes más importantes imaginaban dos modelos claramente diferenciados: mientras Eduardo Angeloz, haciendo de candidato oficialista, jugaba con la idea de un lápiz rojo que sirviera para ordenar la economía, el gobernador riojano llegaba a las grandes ligas con la promesa de la revolución productiva y el salariazo, todo ello bien sazonado por una impronta caudillezca que rememoraba las disputas entre federales y unitarios de mediados del siglo XIX.
La transformación de Menem, su innegable sagacidad política y el éxito económico que inicialmente le garantizara la Convertibilidad para reducir dramáticamente la inflación, convirtieron a la elección de 1995 en un simple trámite que había sido habilitado por el famoso Pacto de Olivos (segundo resultado a favor de la institucionalidad) y donde no se le prestó demasiada atención a la corrupción imperante ni a las consecuencias negativas del uno a uno.
Luego de diez años de menemato, 1999 presentó una doble oportunidad para cambiar la coyuntura de ese momento. Mientras que por un lado apareció la novedad de una estructura coalisional que se presentaba a elecciones luego de un sano proceso interno, en paralelo, el candidato oficialista sí planteaba la necesidad de discutir el modelo económico imperante. Fernando De la Rúa y sus socios políticos supieron leer el hartazgo de un electorado que ya no toleraba lo que había aceptado cuatro años antes. Entre la discusión por una sociedad con otros valores éticos y la necesidad de revisar el modelo de acumulación prevaleció el primero, inaugurando un tiempo donde un tercer partido político servía para romper (a esta altura podríamos decir que definitivamente) con el bipartidismo de esos últimos 50 años.
El 2003 trae la novedad de una elección con sistema de neolemas, producto de una atomización del sistema de partidos, la cual venía de la mano, qué duda podría cabernos a este tiempo, de una sociedad que trataba de emparcharse a sí misma como podía. Emergente de la semana de los cinco presidentes (tercer triunfo de la institucionalidad argentina), el gobierno provisorio que se imaginaba definitivo para los tiempos siguientes, debió habilitar un proceso electoral de manera apurada, producto de la crisis derivada de los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán y sin candidato propio.
Esa elección marca el comienzo del ocaso político de Menem y el surgimiento del kirchnerismo que, vueltas de la vida política argentina, planteaba como slogan fuerza de campaña, la idea de un país normal, lo mismo que hoy, 20 años después, propone Juan Schiaretti.
La agudeza política de Néstor Kirchner, su capacidad para detectar las nuevas demandas de ese tiempo, la evidente recuperación económica que inicialmente era chicaneada como viento de cola y la sensación de frescura política para los tiempos que corrían, al punto de entender que no tenía demasiado sentido insistir con su propia elección, jugaron decididamente a favor de la nominación de Cristina Fernández de Kirchner, quien supo continuar y profundizar un ciclo virtuoso de tal magnitud, que si uno se toma el trabajo de sumar como parte del mismo espectro ideológico a quien saliera segundo en 2011(más allá de los matices y con las salvedades del caso sobre lo que representaba la figura de Hermes Binner), la centro izquierda argentina trepó a más del 70% de los votos. La discusión de ese proceso electoral pasaba por imaginar nuevas soluciones (por izquierda), para corregir lo que la virtuosidad de la década ganada no había podido resolver.
Cuatro años después el modelo encontró su límite. Por primera vez en la historia, la derecha argentina pudo llegar al poder legitimada por el voto popular. La saturación de ciertas formas y la inteligencia comunicacional y política del incipiente espacio supieron seducir a la mayoría de los argentinos para “cambiar”. Pero la fortaleza de lo conseguido estaba tan enraizada, que el candidato Mauricio Macri necesitó aclarar en plena campaña, que ningún derecho que se hubiera conseguido sería quitado. Más allá de lo que luego sucedió realmente en la gestión, la elección de 2015 se construyó sobre la idea de bajar la intensidad que traía consigo el kirchnerismo.
Además, con la anuencia de la corporación mediática, durante varios años se construyó un falso relato que terminaba en una síntesis que suponía que ser kirchnerista era lo mismo que ser un delincuente y para ello se articulaba vía lawfare con la pata judicial. La república sería “salvada” por sus instituciones, sin importar que sus métodos se parecieran a los de una banda de vulgares mafiosos.
Pero en una sociedad tan dinámica como la argentina, no siempre alcanza con el relato, si no se es realmente eficaz a la hora de la gestión de la cosa pública. El deterioro de todos los indicadores macroeconómicos y la actitud rayana con la ilegalidad, al haber instrumentado un esquema de poder donde el Estado se ponía al servicio de los negocios privados, sirvieron de base para una derrota electoral que se sustanció en la mañana en que Cristina Fernández de Kirchner, con una lucidez única, decidió bajarse de una fórmula sin bajarse del todo. En 2019 la promesa electoral se apalancó en volver, ni más ni menos, que a la realidad de 2015, tratando de recuperar todo aquello que se había perdido.
Sobre finales de 2023 la realidad es diametralmente diferente. Covid, derrota electoral de medio término, modelo coalicional en crisis a partir de un excesivo internismo, sequía y una alta inflación fueron parte de la realidad con la que convivió el ya extinto Frente de Todos. La emergencia del libertarismo como espacio triunfador de las PASO redundó en un golpe al mentón de todo el sistema político.
Si Cambiemos había sabido encauzar el deterioro K con parte de las clases medias, ya está bastante establecido que los votos libertarios vienen a representar a un heterogéneo espacio social, donde no son lo mismo el segmento de jóvenes de hasta 30 años, que aquellos trabajadores de mayor edad que gozan de muy pocos beneficios sociales o, incluso, gente que está “rota” de ciertos lazos sociales.
Pero la novedad de este tiempo es que el flamante espacio no cuida ninguna de las formas más elementales que hasta aquí hemos conocido (en la Argentina) de cierto relacionamiento político. Si el macrismo se preservaba públicamente, era porque sabía que en algún punto del recorrido podría pagar un costo político.
El libertarismo viene a romper con ese tipo de sentido común construido. Es más, llega para legitimar una violencia que le es innata porque, según ellos, les asiste la razón y tienen ese derecho. No resulta casual que Javier Milei en su discurso de cierre de campaña, jamás invocó la palabra democracia. Como tampoco lo es que en la previa, sobre las pantallas del Movistar Arena aparecieran imágenes de explosiones, ni que en plena campaña el candidato haya reconocido en un reportaje que es deseable que todo estalle porque si estoy mal yo, tendrías que estar mal vos también.
Esas son las novedades de esta campaña 2023. Si releemos el recorrido de las diez elecciones comentadas (y más allá de lo que luego efectivamente sucedía en la gestión), la propuesta básica refería a incluir a todos, más allá de las estrategias mentirosas o ineficaces. Los consensos mínimos residían en no promocionar la eliminación del otro.
Ese proceso, que se empezó a hacer visible durante la administración cambiemista a los fines de no perder las elecciones de 2019, se profundizó en un proceso electoral donde buena parte de la sociedad asume impávida que ya no sólo el problema podría ser el kirchnerismo sino el feminismo, los putos, los viejos meados, el periodismo que repregunta, la jefatura de la iglesia Católica, los empleados estatales y, obviamente, la supuesta casta política.
Hace 25 años, Chizzo Nápoli y sus muchachos, le dieron forma artística a una realidad que era agobiante para muchos de sus jóvenes seguidores. Hoy, sus letras y ese grito profundo parecen revitalizarse en ciudadanos y ciudadanas que creen haber encontrado en el mundo libertario una forma de representación. Desde el enojo (a veces con razón y a veces sin ella), con buenas dosis de un individualismo determinante, y con la violencia como amenaza concreta, se predisponen a vivir un tiempo especial. Que para ellos no sea celebratorio, a los casi cuarenta años de esta democracia que supimos conseguir, depende del resto del electorado que parece, y por ahora solo parece, expresar otra cosa.
(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez