Sábado, 03 Septiembre 2022 21:44

Encrucijada

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Tantas veces me mataron,
tantas veces me morí,
sin embargo estoy aquí,
resucitando.
Gracias doy a la desgracia,
y a la mano con puñal,
porque me mató tan mal
y seguí cantando…

María Elena Walsh

Poco importa si es consciente o no, pero en su delirio vital, el atacante de Cristina Fernández de Kirchner, puso a la joven democracia argentina ante una encrucijada. Desde el análisis político, y como forma de autodefensa de nuestra salud mental, de nada sirve imaginar escenarios de lo que podría haber sucedido en el país si la impericia de Fernando Sabag Montiel en el manejo del arma no era tal.

Tampoco aporta demasiado consolarnos con el intento conformista opositor que afirma que el tirador resulta un “lobo suelto”, antes que alguien que pertenece a una organización que imaginó, diseñó y planificó el ataque. Y mucho menos puede insistirse con la idea de que con este hecho se cruzó un límite (que ya ha sido superado hace tiempo), ya que, en definitiva, cuando el odio se transmite durante veinticuatro horas, por siete días de la semana por trescientos sesenta y cinco días del año, a través de la tv, de la radio y de las redes, con el inestimable apalancamiento de un sector de la política y del partido judicial; el resultado no puede ser otro que distintas formas de violencia desatada. Los modos, en definitiva, pasan a ser un detalle.

Con el hecho producido en la noche del jueves, en las casi cuatro décadas de la democracia que supimos conseguir, la Argentina se enfrentó a tres encrucijadas que la obligó, de alguna manera, a barajar y dar de nuevo, a cambiar y a tomar otros caminos que le permitiera seguir prevaleciendo.

El primero es la alzada carapintada de 1987. Si alguno supone, treinta y cinco años después, que la misma se debió a una asonada protagonizada por un conjunto de militares alucinados por los efectos de la guerra de Malvinas de la que habían formado parte, se equivoca. Aquel intento, más allá de otras sublevaciones que sobrevinieron después, se enmascaró como un reclamo por la política de derechos humanos encarnada por el gobierno de Raúl Alfonsín pero que escondía, si salía bien, el oprobioso intento de reimponer un nuevo gobierno militar. Dos hechos lo impidieron: la respuesta institucional del conjunto de partidos políticos que acompañaron al entonces presidente y la movilización popular producida a lo largo y ancho del país que, sin la inmediatez de la conectividad de nuestros días, supo comprender como nadie, todo lo que se jugaba por aquella época.

La segunda encrucijada se produce en diciembre de 2001. En el contexto de una situación social explosiva, ante la demanda producida en las calles, la respuesta estatal inicial fue la violencia. Con varios protagonistas de aquel entonces que hoy perviven en la política, los gobiernos de Fernando De la Rúa a nivel nacional y de Carlos Reutemann en el plano provincial, decidieron sobre la vida de 39 argentinos. La renuncia del primero de ellos, la semana frenética que supuso la sucesión de otros cuatro presidentes interinos, con la referencia insoslayable de un Congreso de la Nación que, hay que recordarlo, estuvo a la altura de la circunstancias, fueron un punto de inicio para que se alcanzara cierta paz social.

Si nominamos estos hechos y los vinculamos con la idea de encrucijada, es porque a partir de ellos ni la realidad institucional, política o social fueron las mismas. Al período de sublevaciones iniciadas en 1987 y concluidas en 1990, le siguieron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que, junto con el indulto otorgado por Carlos Menem intentaron garantizar la impunidad de un conjunto de criminales que el kirchnerismo luego supo desmontar, pero que tuvo como dato indubitable, la contundente respuesta social que demostró que los argentinos no tenían ningún interés en reeditar ciertas conductas del pasado.

A la crisis de 2001, más allá del reguero de muerte, confiscación de depósitos y devaluación atroz, le siguió la comprensión para la clase política de no tener que desoír ciertas demandas sociales cuando un modelo económico había profundizado hasta el ridículo la desigualdad social. La otra enseñanza tal vez refiera a que el Estado tiene mucho para hacer cuando se trata de equilibrar cierto orden social.

El intento de asesinato de la vicepresidenta nos pone ante una nueva encrucijada. Siendo optimistas, y dando por sentado que no existe una organización atrás que haya planificado el hecho (a poco más de dos días, nada demuestra lo contrario), debe decirse que la teoría del loco suelto no refiere a lo sustancial.

El arma no accionada trae consigo un odio viejo, antiquísimo pero a la vez adaptado a estos tiempos. Que el portador sea un ciudadano argentino (a no dejar de tener esto en cuenta, más allá del detalle de su nacimiento), con no más de 35 años, pasa a ser un hecho menor si uno presta atención a ciertos sentimientos pestilentes que vemos en medios, leemos en redes y, a no hacernos los tontos, escuchamos como un mantra en nuestra cotidianidad en vecinos, familiares y amigos.

Ese odio, que no es exclusivo de la Argentina, en el país tiene más de un siglo, y se construye como una línea argumental que se corporiza en la acusación de la supuesta “chusma” que apoyaba a Hipólito Irigoyen, en la tipificación de aluvión zoológico de las masas que parieron el 17 de Octubre, en la vejación del cuerpo de Evita, en los crímenes de José León Suarez, en la violencia de los 70’, en las desapariciones de la última dictadura y, ahora, en tiempos de la modernidad líquida, en la acusación de vagos y planeros a cualquiera que no encaje en cierto modo de relacionamiento social o de dedicación productiva y que tiene como reflejo movilizante guillotinas y cuerpos simulados con nombres propios que aparecen colgados en plazas. Comparado con los grandes hechos de la historia, el intento de asesinato del nazi Sabag Montiel, es un odio comprado en una tienda de baratijas. Pero no por ello es menos doloroso.

Parte de la oposición encarnada en Juntos por el Cambio y en cierta derecha abrevan en esas fuentes. El silencio de estos días de algunos de sus referentes, o la afirmación de que lo sucedido en la noche del jueves no es violencia política sino un hecho policial, representa una negación infantil que no dimensiona la capacidad de análisis de ciudadanos y ciudadanas. Ese sector del espectro político, a simple vista, puede aparecer desorganizado al extremo. En el caso del PRO, autodefiniéndose como una fuerza democrática, sus principales dirigentes no han logrado emitir un texto común que garantice cierta institucionalidad y que vaya más allá de los comunicados de ocasión subidos a Twitter.

La señal que brindó la Cámara de Diputados en la sesión especial concluida en los comienzos de la tarde sabatina, al aprobar por amplia mayoría una resolución que condena los hechos y pese a la ausencia en el recinto del partido conducido por Patricia Bullrich, brinda cierta mesura en momentos donde un rechazo taxativo, habría significado una sobre exposición que en nada le sirve a las fuerzas amarillas.

Las diferencias, si existen, están en los matices: en aquello que puede definirse como políticamente correcto o no. Eso pudo verse en aquellos que se “animaron” a solidarizarse con Cristina Fernández, en los que hicieron silencio de radio, pero también en las discusiones internas que sintetizaron el almuerzo de mitad de semana, donde lo más granado de la dirigencia cambiemista quedó subsumida en el reproche sobre los hechos acaecidos el fin de semana anterior, cuando el gobierno que conduce Horacio Rodríguez Larreta tuvo la perspicaz idea de vallar la esquina de Uruguay y Juncal. Las acusaciones cruzadas, la falta de acuerdo real y el silencio de protagonistas de peso en el marco de la propia reunión, nos recordaron a esos encuentros navideños donde no puede evitarse la disputa entre familiares que no se ven más que una vez al año.

Al calor de la contundente movilización que se presagiaba ya en las primeras horas del viernes, desde la derecha argentina y sus voceros mediáticos, salió a esgrimirse una suerte de renovada teoría de los dos demonios, (la cual continuó en la sesión especial de Diputados) donde la violencia ejercida al intentar disparar a una lideresa, es parte de un entramado superior del cual somos todos responsables. Falso de falsedad absoluta. La violencia asomada en los últimos tiempos sucede de un lado del mostrador, la cual no ha sido condenada por los dirigentes del espacio (uno se animó a tuitear a mitad de semana “son ellos o nosotros) y por lo tanto, debe decirse que ha sido, de alguna forma, legitimada.

En un oficialismo que desde el alegato del fiscal Diego Luciani ha sabido mostrarse unido, en ninguna de las masivas convocatorias de los últimos días, a lo largo y ancho del país, ha existido en sus dirigentes, ni en los ciudadanos y ciudadanas que se movilizaron (esto tal vez sea lo más importante) un sólo pedido de revanchismo.

La fenomenal marea humana que el día viernes desbordó plazas de varias ciudades del país, no contó solamente con el apoyo de los propios, sino que parte de los sectores de izquierda integraron ese músculo político que se sintetiza en la lealtad hacia la figura de la ex presidenta, pero que se proyecta en el tiempo más allá de sí misma. Sin odios, sin el pedido de sangre, con el (lamentablemente) eterno pedido de Justicia, millones de argentinos y argentinas actuaron como anticuerpos de una democracia que tiene mucho para hacer por una sociedad más justa. En ese punto esta coyuntura nos pone frente a la encrucijada de qué camino tomar de forma comunitaria.

Queda por saber también, qué hará Cristina. Cómo reconfigurará su día a día pero, fundamentalmente, como decodificará semejante trance de violencia en su contra. A una dirigente que no pocos la empezaban a imaginar candidata en 2023, habrá que comenzar a prestarle atención qué señales da para lo que viene. Su agudeza ha sido demostrada una y otra vez. A contrario de lo que afirman muchos de sus enemigos, el pragmatismo ha sido un eje de su construcción política y por lo tanto siempre queda lugar para la sorpresa.

Amenazada pero acompañada. Declarada muerta política en innumerables ocasiones, y ahora, víctima de un intento de homicidio. No solo ella puede aliviarse de la mano con puñal que la mató tan mal. Son millones. Y lo vimos en las calles.

(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez

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