Sábado, 15 Octubre 2022 17:37

PASO, gracias.

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Borja, como te ahogues te mato.
Termínate primero el melón,
y luego las tres horas de la digestión.
Hay que ver qué mal rato,
pero el niño no me quiere comer.
Borja, corazón,
te lo he dicho cienes y cienes de veces,
dobla esa toalla
¡Qué hartura de playa!

“Como te digo una Co te digo la O”
Joaquín Sabina

El título elegido para el artículo prefiere jugar con cierta ambivalencia. En nuestro diálogo cotidiano que sirve para agradecer por un convite a la vez que se lo desecha, o en la reivindicación de una forma de ordenar a un sistema político que (casi) naturalmente tiende a la atomización. En el epígrafe, convive la representación de muchos protagonistas de la política nacional y local, que acomodan discursos y acciones de acuerdo a las conveniencias del momento. El problema es que el terreno en disputa refiere a una forma de elegir a los candidatos del electorado argentino. Nada más, nada menos.

Más allá de cierta artificialidad en la discusión (cuestión que abordaremos líneas más abajo), vale decir que las elecciones PASO (no olvidar, Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias) nacieron del laboratorio electoral santafesino que en la últimas tres décadas supo destacarse con la búsqueda de opciones que, supuestamente, sirvan para mejorar la representación.

Primero fue la Ley de Lemas, instaurada allá por el año 1991, en pleno despegue menemista, el cual se pensó como un sistema que evitaría las oscuras elecciones de las internas partidarias, que se reducían a una definición que se apalancaba en beneficio de aquellos que contaran con más “aparato”: recursos económicos, espacios institucionales de participación y militancia. Se trataba así de salir de un sistema donde el clientelismo político se proyectaba en su máxima expresión. Quienes no se cuecen en el primer hervor, analista incluido, recordarán los escándalos y denuncias que rodeaban a cada elección interna de cada partido político.

No debemos pecar de inocentes ni de moralistas impostados: todo sistema electoral vigente en cualquier sociedad democrática, es la síntesis más acabada de un momento y de una coyuntura específica del juego de las mayorías y minorías parlamentarias que definen cómo, cuándo y para qué votar. No creada en la Argentina, la Ley de Lemas santafesina (o Ley de doble voto simultáneo) fue pensada en un contexto que servía a los intereses del peronismo gobernante de aquel entonces, que luego de ocho años de gestión se encontraba desgastado de cara a la sociedad y que halló en un outsider como Carlos Reutemann la fortaleza política suficiente como para imponerse y gobernar la provincia durante cuatro períodos más.

Su diseño, su implementación y su escasísimo apego a cierta cultura nacional que dice que el que más votos obtiene, gana una elección, transformaron a un sistema que ha tenido versiones exitosas en otras partes del mundo, en una experiencia nefasta. La Ley de Lemas santafesina estaba pensada para la trampa. Así lo entendió el electorado y de allí la paradoja de que fuera precisamente un gobernador de signo peronista el que prometiera (y cumpliera) su eliminación.

Poco más de quince años después de la sanción de la Ley de Lemas, Jorge Obeid y su ministro de Gobierno Roberto Rosúa idearon el sistema de las PASO, el cual toma alguna referencia del sistema electoral estadounidense pero que se refuerza con ideas propias: se vota de manera coincidente en un mismo día para las internas de todos los partidos, de forma abierta participando todos los ciudadanos, lo cual debe cumplirse obligatoriamente siguiendo los principios generales de la Constitución Nacional.

Respecto de lo que venía sucediendo en el escenario santafesino, el salto de calidad fue notable, cuestión que nunca fue justamente reconocida al duo Obeid – Rosua. Se terminaron las denuncias de “truchadas” como las de candidatos ignotos que se potenciaban porque tenían apellidos iguales a dirigentes reconocidos, las candidaturas de personajes políticos que iban en varias listas de manera simultánea y el malestar y la bronca que se generaba cuando en la elección triunfaba quien había sacado menos votos que el candidato mejor posicionado.

La experiencia fue tan ponderada que el propio gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, allá por 2009, en plena vigencia política del Grupo A, supo ingeniárselas para reformar el sistema electoral argentino y que la flamante experiencia santafesina se aplicar a nivel nacional en 2011.

Con el paso del tiempo, y para las elecciones provinciales, Santa Fe volvió a ser noticia por la implementación de la Boleta Única, descripción que dejaremos de lado, puesto que en este mismo portal hemos analizado el tema en reiteradas ocasiones y que no interesa demasiado a los fines del presente artículo.

De alguna manera, la discusión planteada a la luz pública con la hipótesis (y sólo eso) de la eliminación de las PASO para las elecciones de 2023, supone cierta artificialidad, algo así como una discusión que, por lo menos por ahora, roza cierta abstracción. Recordemos que en el sistema jurídico argentino, cualquier reforma electoral debe ser impuesta por el Congreso de la Nación. Para ello, inicialmente, se necesita de un proyecto de ley que, más allá de los amagues del diputado rionegrino Luis Di Giácomo, aún no se ha presentado.

En el sentido más político del asunto debe decirse que en una de las cámaras, la de Diputados, no  se cuenta con la mayoría suficiente para derogarla. El oficialismo no tiene una postura coincidente, en Juntos por el Cambio se necesita a las PASO para una sobrevida política ordenada y la veintena de diputados restantes, se dividen en partes más o menos semejantes entre quienes quieren eliminarlas o mantenerlas.

No deja de darse una situación paradojal: aquellos opositores que en 2021 militaban su derogación, hoy vociferan a los cuatro vientos que si no se mantienen, la república estaría en riesgo. Este tema, y la permanente y sobreabundante descalificación a todo lo que tenga ver con el kirchnerismo, parecen ser los únicos elementos que marcan cierta coincidencia en los cambiemistas.

Desde una parte del peronismo, que se condensa en gobernadores y referentes de La Cámpora han comenzado a exponer taxativamente su eliminación. Los primeros, por los costos de las mismas en un contexto económico que no es el mejor y los segundos porque, según los dichos de uno de sus principales figuras (Andrés Larroque), el sistema no se usa para lo que inicialmente habría sido pensado.

En una interpretación más fina debe decirse que es otra la razón que esconde el intento de eliminación de parte del oficialismo: la feroz interna de Juntos por el Cambio. Sin una elección que defina ganadores y perdedores cambiemistas, esa coalición corre riesgo real de una atomización definitiva. El radicalismo comienza a tensionarse entre Gerardo Morales y Facundo Manes, el Pro parece mostrar la prevalencia de tres precandidatos de la talla de Mauricio Macri, Horacio Rodríguez Larreta y Patricia Bullrich y la Coalición Cívica, por su parte, mira el convite desde lejos.

Pero la realidad es más esquiva que una simple resta de espacios políticos que estarían alejándose de toda idea de unidad. Ampliamos el concepto en formato de pregunta: en el actual contexto de la política argentina, con minorías tan intensas, las cuales se estructuran en dos grandes bloques, ¿alguien puede suponer certeramente que, de manera automática, el debilitamiento de un espacio producirá el fortalecimiento del otro?

Para decirlo con nombres propios con una nueva pregunta, en un escenario favorable al oficialismo y en formato de ejemplo: ¿alguien puede estar seguro, en octubre de 2022, que si la entente de Juntos quedara diseminada en tres candidaturas, esto potenciaría a un peronismo que por momentos parece re comenzar con un proceso de desgaste interno con pases de factura que refiere en mucho a cuestiones que poco tienen que ver con la gestión efectiva?

Es de dudosa certeza, que en la polarización actual, sumada a los problemas de gestión gubernamental, el peronismo pueda proyectarse al 40% de los votos que saque una diferencia de más de 10% al segundo y eso redunde en un triunfo en primera vuelta. Una cosa son los acuerdos o desacuerdos de cierta dirigencia y otra muy distinta lo que suelen decir los ciudadanos cuando se expresan de manera masiva en el día de la elección.

Las razones que han sabido expresar quienes desean la derogación son esencialmente dos: que resultan costosas para este momento de la vida económica del país y, como señalamos más arriba, que no se utilizan de la manera para las que habían sido pensadas.

De lo primero debe decirse que es un concepto que no debe dejar de preocuparnos por un doble aspecto: que la expresión popular que supone el voto, no deba realizarse porque resulte muy onerosa y que esa afirmación la sostenga un (o unos cuantos) dirigente del peronismo que ha sido a lo largo de la historia, sin lugar a dudas, la fuerza política que más ha sufrido las persecuciones, proscripciones y hasta desapariciones, no resiste la menor ponderación.

De lo segundo, si las PASO no han sido utilizadas como corresponde es porque muchos dirigentes, incluso aquellos que votaron ese marco legal en 2009, siempre apuestan por la imposición de candidaturas que se sostienen con el dedo del líder iluminado de turno. En ese sentido, no es casual que sean precisamente los gobernadores, quienes luego de la figura presidencial, son los referentes políticos que más resortes institucionales manejan, quienes advoquen por la eliminación de las internas. Siempre resulta más fácil negociar desde una mesa de café, que con el resultado definido por millones de electores.

En su devenir de los últimos trece años, las primarias han redundado en varias virtudes y en alguna dificultad no menor para dirigentes, candidatos, jefes de campaña y analistas en general.

Del lado de las primeras digamos que ordenan el espacio político: cada quien sabe que depende de lo que diga la sociedad en su conjunto, en un momento establecido de antemano; reduce los acuerdos de cúpula que imponen candidaturas definidas entre cuatro paredes; obliga a “hablarle” al conjunto de la ciudadanía y no a la minoría intensa de cada partido que en muchas ocasiones ni siquiera cuentan con padrones filiatorios actualizados, y, en las listas de candidaturas plurinominales (diputados y concejales), al quedar conformadas de acuerdo a la proporción de los votos obtenidos, obliga al diálogo y a cierta mesura política interna.

Del lado de las segundas, las PASO suponen una etapa de un proceso electoral que debe ser mirado como un conjunto, donde las estrategias comunicacionales, de campaña y de gestión deben ser revisadas entre la interna y la general. Todo esto agrega una complejidad extra a un sistema político que, desde hace décadas, no se caracteriza por su sencillez. De allí que algunos también se tienten con su eliminación.

Así las cosas, y más allá de dirigentes que, como en la canción del andaluz Sabina, un día dicen una cosa y mañana pueden decir la otra; las PASO han quedado atravesadas por una lógica política que desdeña lo estructural que supone un sistema electoral. Si el articulista tuviera que hacer una apuesta, se jugaría un pleno (no mucho más que un café) porque este sistema se mantendrá en el tiempo. O, por lo menos, no serán eliminadas para las elecciones de 2023. Pero hay una cosa que nunca debe olvidarse: el realismo mágico que supone “Cien años de soledad” del genial Gabriel García Márquez, no casualmente tuvo su éxito editorial inicial en la Argentina de finales de los 60’. Algunas costumbres son incombustibles al paso del tiempo.

(*) Analista político de Fundamentar - @miguelhergomez

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