Domingo, 12 Diciembre 2021 12:04

El ida y vuelta

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La segunda semana de diciembre se fue desarrollando entre múltiples matices en materia política: la cada vez más expuesta interna radical, la asunción, a lo largo y ancho del país, de los nuevos integrantes de los cuerpos legislativos que se sometieron a la votación popular de hace poco menos de un mes y la expectativa sobre un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Pero hubo un hecho que se llevó todas las miradas y refiere a la conmemoración del 10 de diciembre, que en este 2021, tuvo un condimento especial: cientos de miles de argentinos se reunieron en una plaza (y sus adyacencias) para su celebración. Repasemos.

No casualmente, las autoridades que condujeron la recuperación democrática del país, impusieron al 10 de diciembre como fecha de asunción de sus mandatos. Declarado en 1948 como el Día Internacional de los Derechos Humanos por la Organización de Naciones Unidas, más temprano que tarde, allá por 1983, se comprendió por donde pretendía ir el gobierno que emergía luego de la dictadura más sangrienta que se padeciera en la Argentina y en la región.

Si se pone el foco con atención, mirando lo estructural antes que lo coyuntural, el saldo da a favor. Puede parecer un sinsentido, a horas de que la policía bonaerense impusiera otro caso de gatillo fácil, a semanas del crimen del joven Lucas González a manos de la policía de la Ciudad Autónoma de Aires y mientras en Santa Fe, se lleva adelante el juicio por el asesinato del joven Franco Casco; pero, en el largo plazo, no es poco lo que Argentina pude mostrarle al mundo en materia de derechos humanos. Algo de ello parecen haber entendido, esta semana en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, al elegir por aclamación al país para que lo presida.

A partir de todo ello hay dos cosas que no parecen descabelladas para los tiempos que corren: que en la Argentina el Día de los Derechos Humanos sea sinónimo del Día de la Democracia y que la fuerza política que más hizo por su consagración, esté dispuesta a celebrarlo.

Pero de alguna manera, la reivindicación de la democracia supone la exaltación de un ideal imperfecto. Por su poca efectividad, nadie podría celebrar del todo con un país que cuenta con el más del 40% de pobres y porque muchas veces, la razón de ser de una democracia que se sustancia en los valores de la libertad y la igualdad, resulta socavada por sus propios enemigos. ¿O si no, cómo puede comprenderse, querido lector, estimada lectora, que algunos de ellos se hayan sentado años atrás, y desde el viernes mismo en una banca del Congreso de la Nación? Resulta tan maravillosamente contradictorio el ideal, que uno podría pensar que la propia democracia se socava a sí misma con la aceptación de sus negadores.

En ese contexto, el oficialismo (o una buena parte de él) decidió movilizarse. Dos actos multitudinarios en poco más de tres semanas señalan varias cuestiones a tener en cuenta. La primera es que el peronismo confirma, por enésima vez, aquello que es parte de su ADN originario: que necesita a la calle como parte de su construcción política. Es cierto que están las urnas y que, a veces, cuando estas se abren, los resultados no acompañan. Pero tan real como ello resulta que la política cotidiana no se construye, exclusivamente con lo que los argentinos deciden cada dos años con el voto.

El segundo elemento a señalar es que ambas movilizaciones deben pensarse desde distintos formatos. La del 17 de noviembre supone un apoyo decidido a la figura de Alberto Fernández, organizado por la díada que supone la Confederación General del Trabajo y los movimientos sociales. Es una base que intenta referenciar en el presidente una forma de construcción política. En aquel acto, el único orador resultó Alberto Fernández, y resultó una manera de decir “acá estamos”, a días de una derrota electoral.

La convocatoria del viernes 10, convocada desde el kirchnerismo, contó con todos los condimentos con lo que a este espacio le gusta sazonar la política: actos musicales en la previa, convocatoria a los que están encuadrados en alguna línea interna y a los que no, y el plus que supone contar arriba del escenario con las figuras de José “Pepe” Mújica y Luis Ignacio “Lula” Da Silva.

En ese acto, hubo mucho de nostalgia por lo que fue la historia de los primeros quince años del milenio para Latinoamérica. La referencia constante a las figuras que ya no están, ni en el poder ni entre nosotros, puede hacer confundir a unos cuantos y pensar que esa plaza lucía desactualizada. Y la verdad resulta absolutamente contraria; los protagonistas eran una fórmula presidencial y un dirigente que se prepara para volver a la primera magistratura.

Las coyunturas políticas nunca son idénticas, pero no puede negarse que un hipotético triunfo de la izquierda en Chile (algo perfectamente posible de acuerdo a las encuestas que trascienden del otro lado de la cordillera) y el retorno de Lula al poder en 2022 en Brasil, generaría un escenario impensado hasta hace poco tiempo atrás, permitiendo renovar expectativas y sueños.

El kirchnerismo parece moverse como pez en el agua en esas tensiones. Y lo que para muchos es un signo de debilidad, ya que expondría ciertas divisiones (revisar titulares de los diarios de la corporación mediática del día sábado) termina siendo un factor de aglutinación política. En el ida y vuelta de Cristina Fernández afirmando que el FMI “le soltó la mano a muchos presidentes” y del primer mandatario contestando que se quede tranquila, ya que “no vamos a negociar nada que ponga en riesgo la recuperación de la Argentina”, subsiste el mismo sentido político que actúa a dos bandas: edifica un mensaje hacia afuera pero, a la vez, solidifica al bloque interno.

De alguna forma (o de todas) los matices quedan expuestos al sol. En la matrix de la política (que incluye también a formadores de opinión mediáticos e intelectuales muy sesudos) el peronismo siempre fue sinónimo de ser una fuerza que no toleraba ninguna forma de disidencia hacia su interior. Se impuso la idea de que los “doble comandos” eran un problema para lo cotidiano. Se intentaba mostrar eso en la era del matrimonio Kirchner – Fernández (¿o en tiempos de patriarcados justamente discutidos debería señalar Fernández – Kirchner?) y tarde comprendieron que esa dupla actuaba desde siempre como una sociedad política inalterable.

En los tiempos que corren, donde sistemáticamente se insiste en las divisiones, y no se termina de comprender que el ciudadano movilizado de ayer (y el del 17/11) comprende perfectamente que la política nada tiene que ver con las historias de Billiken, el peronismo dio una nueva muestra de madurez política. Consciente de sus límites, fue a la plaza a llamarle la atención a propios y extraños, a los nacionales y a los extranjeros, y a comunicar que las derrotas coyunturales no tienen nada que ver con las declinaciones definitivas.

Ante esto, la oposición apeló a diversos cuestionamientos. El primero y más remanido operó sobre el costo del acto. Como siempre, existen sectores que cada tanto recrean el argumento economicista que, si uno lleva el planteo a fondo, la política debería reducirse a la práctica de los que ya están “salvados” económicamente.

El segundo operó sobre aquellas opiniones que plantearon que un encuentro de esas características aparecía como un capricho, alejado de la realidad y que desconocía el resultado electoral del 14 de noviembre.

Subyace allí una mirada muy específica de la vida política de un país, esa que imagina que en una democracia sólo hay una forma de expresarse, en un día concreto cada dos años, y que el resto del tiempo, el juego se trata de grupos de poder (medios incluidos) tratando de imponer condiciones al conjunto del sistema ya sea político, económico y social. Cientos de miles de personas en una plaza y sus adyacencias, no significan por sí mismo que tengan razón, ni que cada uno de nosotros deba coincidir con lo que allí se expresa, pero la contundencia de la movilización debería exigir a cierto tipo de intérpretes, un plus en el intento de comprensión de aquello que sucede y que se presenta con matices complejos.

La tercera crítica era que, irresponsablemente, el oficialismo se apropiaba de una fecha que era de todos los argentinos y no de una única fuerza política. Interesante el planteo, sobre todo cuando esos mismos dirigentes quejosos, nunca le prestaron atención a ningún festejo de algún 10 de diciembre de los últimos años o, por poner un ejemplo, cuando en el ya histórico conflicto con la patronales del campo (¿histórico?), un gobierno que se autodefinía como socialista, prestó los balcones de la Casa Gris, sí, la de todos los santafesinos, para que los dirigentes rurales se pavonearan en un gesto de inocultable apoyo político.

 ¿Será que prefieren a una sociedad movilizada para la celebración del encendido de luces de un arbolito de navidad, pidiendo por la paz, alejado de todo condimento político, antes que un pueblo movilizado para llamar la atención de aquello que pueda acordarse con un organismo de crédito internacional? Vaya uno a saber…

En definitiva, el acto sirvió para dar una muestra de apoyo, pero a la vez, como un llamado de atención para propios y extraños, de que no servirá acordar cualquier cosa con el Fondo Monetario Internacional; de que el peronismo, en esta novedad de formato de coalición, está vivo y de pie; y que nadie debe probarse ningún traje que tal vez, con el tiempo, se termine confirmando de que a muchos les quede grande.

Otra vez, el formato fue de ida y vuelta, entre dirigentes, y entre dirigentes y su pueblo. Aunque a unos cuantos les provoque el peor de las molestias la movilización de un movimiento político al que siempre dan por muerto, pero que siempre sabe reinventarse.

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